Durante mis siete meses de estancia, el mundo ha colapsado y mi voluntariado, por supuesto, ha sufrido las consecuencias.
Han sido meses muy duros. Llegué a un proyecto que escogí por creerlo interesante, para sacarme de mi zona de confort; tanto por la temática del proyecto como por el hecho de hacer un voluntariado de este calibre.
Por tanto, mi mente se encontraba abierta al cambio, pero no estaba preparada para el “lockdown” y todas sus consecuencias.
A principios de abril, nos encontramos en situación de cuarentena y tuvimos que lidiar con la entera adaptación del proyecto a las circunstancias actuales. En nuestro caso, fue especialmente complicado, pues se suponía que la mayor fuente de nuestros resultados provendría del contacto con los beneficiarios (alumnos de instituto de 13 a 18) en las propias escuelas, cosa que resultó imposible.
Personalmente, fueron unos meses muy intensos. Siendo consciente de la situación que existía en España con respecto al Covid-19, las preocupaciones por mis seres queridos y por la propia salud empañaban todo el trabajo que intentaba realizar, tanto en el proyecto como a nivel personal. Me costó mucho hacer mío el proyecto, y sentir que podía realmente aportar algo positivo a la experiencia de nuestros beneficiarios y a mi propio proceso de aprendizaje.
El proyecto se centró mucho en los conocimientos técnicos de story-telling y video-making y llegué a sentirme realmente frustrada y enfadada con los compañeros que insistieron en ese formato, dejando en un segundo plano la verdadera razón por la que yo había venido aquí: la solidaridad.
Fue realmente frustrante durante un tiempo, hasta que supe aceptar la situación y comencé a intentar dar lo mejor de mí dentro del marco en el que me encontraba.
Intenté dejar impotencias de lado y comencé a invertir tiempo en mis aprendizajes personales, en explorar mi propia creatividad, aprender idiomas y sacar el máximo partido de la experiencia que tenía frente a mí. Comencé a intentar aportar mi visión al trabajo que fuimos haciendo a lo largo de los meses y a mejorar mi trabajo en equipo y mis herramientas comunicativas.
En definitiva, los meses de cuarentena fueron excesivamente amenazadores para mi salud mental. Por los motivos obvios, por la convivencia “forzada” con gente nueva, y por todo lo que conlleva encontrarte en situaciones que escapan de tu zona de confort.
A ello ha de añadirse el impacto negativo que tuvo la pandemia en la participación de los beneficiarios. En términos de cantidad, perdimos muchísimo. Pero ganamos en calidad, porque las personas que han seguido con nosotros realmente consideran útil e importante nuestro trabajo. He tenido la gran suerte de ver miradas y escucharles decir cómo esto les ha cambiado y llegado adentro. Así que, a pesar de todo, no puedo sino sentirme satisfecha.
Hubieron muchas complicaciones y retos, como he dicho. No obstante, precisamente fueron ellos los que han convertido mi experiencia en única y altamente enriquecedora. Si tuviera que rescatar el aprendizaje que esta experiencia me ha dado, diría, sin lugar a dudas, la capacidad de adaptación. Haber roto de manera brutal la ilusión de certidumbre y seguridad que suele guiar nuestras rutinas, me hizo comprender a niveles insospechados mis prioridades y a mí misma, profundamente.
Por eso no cambiaría mi experiencia en absoluto, porque esas situaciones oscuras me recordaron fuerzas y partes de mí que debían salir a la luz, tarde o temprano.
En la dificultad, tanto mis compañeras como yo, encontramos la fuerza.
Me llevo dolores, frustraciones… pero también una nueva familia, y una renovada forma de respeto hacia mí misma y conocimiento de mi identidad.
Por tanto, ha merecido la pena.
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